
Tuve que darle muchas vueltas a mis pensamientos, organizar mis ideas y finalmente borrar una y otra vez las frases que iba escribiendo.
No sabría por donde comenzar… es más fácil escribir sobre grandes victorias que “fracasos”. Desde mi punto de vista, aunque es difícil aceptar el hecho de no poder terminar una carrera, también es la ganancia de haberlo intentado y haber enfrentado el miedo. Pararme en una salida teniendo pánico al mar, por primera vez, fue algo complicado. Algunos dirían que valiente, otros que no era el momento de estar ahí sí no estaba preparada, y menos conocerlo de esa forma sin haberlo explorado antes… pero al final lo que importa, son mis propias conclusiones y aprendizajes sobre la experiencia vivida.
San Andrés. Un viaje que comencé sola.
En el avión, la ansiedad de un nuevo lugar por conocer, y un reto por cumplir. Mirar por la ventana y ver el inmenso color azul, y una pequeña isla al fondo… mariposas en el estomago.
Al bajarme, otros cuantos con maletines y bicicletas, y una inmensa sonrisa que acompañaba su rostro. La humedad sobre la piel, la brisa sobre el pelo.
Me recibe mi compañera de aventura, y la que me vendió la idea de este cuento: mi profe de natación. Ya ambientada como si fuera parte de la isla, me traslada al lugar que sería nuestra casa durante los próximos 5 días. Un mágico lugar, retirado de todo el centro, donde sólo era posible escuchar la brisa y el mar. Una casa acogedora, con otros cuantos extranjeros, que formaban parte de nuestra nueva familia provisional.
Luego de armar la bici, emprendimos viaje al centro, a 10 kilómetros de la posada.
Por primera vez, mi bici y yo rodamos al lado del mar de san Andrés. Olores, imágenes, sonidos, comportamientos, rostros. Nuevas formas de caminar y vivir.
Al llegar a la playa, ahí esta, esperando por mi, que me envuelva con él. Entro por primera vez. Aunque ya anteriormente había estado en playas, nunca en mi vida, desde pequeña, había intentado entrar al mar. “Yo te enseñe que nunca te pasarás de la orilla” me cuentan luego mis padres. Y comprobado que por más que nades muchas veces en la represa o en un lago, jamás será la misma sensación.
Nado, pero lo encuentro extraño y ajeno. Sentir las olas y su fuerza, mirar el fondo y los peces, sentir el sabor salado en la boca. Demasiadas sensaciones nuevas, que mi mente nunca había registrado. Me preguntaba como iba hacer cuando me tocará meterme en el momento de la competencia.
Al volver a la posada, luego de un baño, intentó conciliar el sueño para descansar. Mis pensamientos no paran, se revuelven sentimientos. El miedo me invade, la ansiedad se apodera de mi mente. Y suena el despertador…
Mientras recorremos los kilómetros para llegar… no pronunció una sola palabra. Pedaleo y miro el mar. Empiezo hacerlo todo automáticamente, por pasos, uno tras otro, hasta llegar al momento de la salida. Todos parados en la orilla, dedo en el start del cronómetro, un pie delante del otro. Y yo, parada detrás de todas las competidoras, empiezo a llorar. Me ahogan las lágrimas y el miedo se convierte en pánico. Dan la salida y me quedo paralizada, sin poder moverme. Después de un momento vuelvo y escucho los gritos de los espectadores diciendo que arranque. Entro en él, pero sigo paralizada. Un compañero me acompaña y nada durante un rato conmigo para calmarme, pero finalmente, luego de 100 metros, cuando empieza uno a nadar contra corriente, sin tener aire con el cual respirar, me devuelvo y me retiro.
Lloro por horas sin entender. Con rabia, con dolor de sentir lo que siento. Durante el resto del día intento descifrarlo todo… y este lugar, esta isla, no solo me acoge en sus brazos, además me muestra señales, me acerca a personas que ven en mi esa fuerza, esas ganas y esa pasión por el triatlón, y me ayudan a entender que el miedo no existe, no es real. Y entiendo, que puedo mostrarme débil, que no siempre se gana. Comprendo que debo exteriorizar ese miedo y aceptarlo como parte de un aprendizaje y desprendimiento de muchas cosas que debo soltar en mi vida.
Segundo encuentro. El domingo era la segunda oportunidad de vencerlo.
A las 6:20 de la mañana somos transportados en una lancha a Johnny Cay, un cayo a aproximadamente 1,5 km de San Andrés. La brisa se sentía más fuerte que el resto de los días, y el mar… picado hasta las… estaba difícil la verdad.
En la isla sale el primer grupo de triatletas. Veo como se van alejando y se ve fácil la cosa. Una hora para dejar todo lo que estaba sintiendo en esa isla y arrancar a atravesarlo. Me meto al agua y veo que la salida es dura. Me tranquilizo, respiro, hago chistes para dispersar la mente. Pero no dejo de mirar el mar. “Tengo que llegar”... me decía para tratar de convencerme.
Los jueces llaman nuestros nombres, nos alistamos. Una vez más, todos parados en la orilla, un pie delante del otro, dedo en el start del cronometro… déjà vu.
“Va arrancar esta maricada… tocó lanzarse esta vez”.
Y empieza el round dos de una de las carreras que marcará mi experiencia con el triatlón para la vida. Mi profe de natación y un compañero de entreno me dicen que me llevan los primeros 100 metros hasta la frontera, donde terminan las boyas que delimitan la playa y están los salvavidas y las motos para cuidarnos. Empiezo con ellos, con el corazón en el fondo, con el miedo en la piel, la respiración entrecortada, y el mar… al cual antes de salir le digo “me entrego a vos, ya verás que haces conmigo”.
Luego a los 100 metros, se despiden y siguen alejándose rápidamente, así como los demás participantes, unos cuantos nos quedamos atrás. Aparece un angelito, un salvavidas que se va a mi lado, porque sabía que el viernes no había podido nadar. Me mira y me dice que me va acompañar, que no sienta temor.
Nado, con ganas, con fuerza, con miedo. Respiro cada 4 brazadas mirando al frente, buscando los techos verdes de referencia, pero la corriente me lleva cada vez más a providencia, y las olas, no me dejan ver. Sigo nadando. Por momentos pierdo la calma, en otros me concentro y sigo. Que pelea tan grande entre la determinación de avanzar y el miedo al mar.
Cuando ya estaba casi en el medio, empieza esa “loca de la casa” a salirse de nuevo. Agarró el torpedo del salvavidas y respiro, hago burbujas. Y continuo nadando. “Hágale que estoy a su lado”.
Repito este procedimiento otras dos veces, y llega una moto. Un juez, se acerca y me dice que no me coja del torpedo, que me va descalificar, que eso no se puede. Le dice al salvavidas que se lo entregue si no va hacer buen uso de él. Me genera demasiada rabia que él no entienda mi lucha, y le digo que no le quite el torpedo, era mi seguridad. Me hace prometer no volverlo a coger o me saca. Continuo nadando… esa distracción no ayuda mucho. Paro por un momento, muevo mis brazos y piernas, continuo nadando. Empiezo a nadar en pecho al ver que las olas no me dejan ver el norte, y una de las olas hace que pierda mi tranquilidad. Cojo el torpedo.
El de la moto me saca del agua. Había nadado 820 metros, estaba más allá de la mitad del recorrido. Mire atrás y vi todo lo que había logrado alejarme de Johnny Cay, y lo que me había faltado por llegar.
Logré mucho… pero no todo lo que quería. Me queda el aprendizaje. Ya superé una pequeña parte. Es muy difícil todo lo que paso, pero quiero mirarlo con los ojos de las ganas de continuar, de asumir esto como parte de los éxitos que vendrán a futuro. Cada persona tiene su proceso. El mío es este. Y así como un día cuando empecé a trotar no fue fácil ese primer kilómetro, y después de mucho esfuerzo y paciencia logre los 42, con nadar en aguas abiertas, en especial en este medio, será igual.
Este escrito, más que una reflexión personal, es un ejemplo de cosas que pueden pasarnos en la vida. Cada uno con sus propios miedos. La idea es pararse una y otra vez en la orilla y lanzarse a enfrentarlos. Demás que en unos años, leeré esto y podré reírme de la situación. Hoy la comparto y desnudo mi alma ante ustedes y ante el mar… mayo 2 de 2014.
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